jueves, 17 de noviembre de 2016

Aprender a morir: el espíritu de la ayahuasca

Aprender a morir: el espíritu de la ayahuasca

Por Ingrid Tartakowsky López
En Loreto, Perú
A Don Luis Panduro Vásquez lo conocen como “Don Lucho”. Padre de una familia numerosa y curandero de renombre en la región peruana de Loreto, en Tamshiyacu. Allí se encuentra su albergue “El Chicoruna”, un campamento espiritual chamánico.
Recibe personas de todo el mundo que buscan “sanación” a través de la ayahuasca y otras plantas. Su forma de hablar y de referirse a las plantas es seria. Sus relatos sobre la existencia están en una dimensión totalmente distinta para nuestro entendimiento moderno y racional. En sus explicaciones hay espíritus peligrosos, chamanes que viven debajo del agua, flechas oscuras que vuelan por los aires para enfermar, escapes de hambrientos jaguares o luciérnagas rojas que no hay que mirar.
La ayahuasca es la liana Banisteriopsis caapi y también el nombre del brebaje resultante de la cocción de su corteza mezclada con hojas del arbusto Psychotria viridis conocido como chacruna. Si bien existen otras plantas que permiten obtener una bebida de características similares, estas dos especies vegetales son las de uso más extendido en la selva amazónica.
Don Lucho carga su pipa de mapacho —tabaco de la selva— y sentencia.
—La ayahuasca es la curandera, y la chacrunita es la pinturera porque pinta las visiones.
El uso de la ayahuasca debió establecerse tras la domesticación del fuego, su preparación conlleva un tiempo de cocción, desde hace cuatro milenios, por lo menos.
La ayahuasca atravesó toda la cuenca del amazonas hasta encontrar residencia en más de setenta pueblos indígenas y etnias. Y hoy su uso se extiende por todo el mundo.
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Los antiguos pueblos indígenas encontraron una forma de explicar las fuerzas de la existencia y sus secretos vínculos admitiendo que la vida iba mucho más allá de lo accesible a la mirada y que todos los seres eran espíritus.
Los seres que habitan la selva se incorporaron a la cotidianeidad de las etnias amazónicas como un mundo espiritual, una cosmovisión compuesta de innumerables relaciones de convivencia entre los polos opuestos de la naturaleza.
En este universo las plantas se clasificaron en un sistema de medicina tradicional ancestral. El “vegetalismo” se originó usando especies vegetales con propiedades curativas. Entre ellas se destacan las que trabajan con y desde el espíritu.
El vegetalismo clasificó algunas plantas como “maestras”, por su gran capacidad de “enseñanza” y “sanación”. La ayahuasca se ubica en la cúspide del vegetalismo, porque sana el espíritu.
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Don Lucho enciende su pipa. Se sienta en la entrada de su salón de ceremonias para hacer un preparado medicinal con unas pequeñas raíces. Las pela mientras les sopla mapacho. El rasgado descubre el tono blanquecino de las raíces debajo de sus pieles oscuras.
El chamán usa frases cortas para hablar de las verdades de la selva.
—Todas las plantas tienen su espíritu de poder, porque son seres vivientes.
 Sopla más humo de mapacho sobre las raíces peladas antes de machacarlas y habla de la ayahuasca.
—Es un tónico natural que regenera a la persona. (…) Las plantas son constructivas porque regeneran a la persona, no la degeneran.
Una vez más, sopla mapacho sobre las raíces machacadas que ahora yacen en agua.
—Con ayahuasca uno siente la muerte, pero no muere. (…) Muere el ego, muere el negativo.
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Ceremonia de ayahuasca en Colombia. Foto: Mario Franco.
“Ayahuasca” es una palabra quechua, significa “soga de los muertos” o “liana de los espíritus”, porque justamente hace de puente entre el mundo terrenal y el espiritual, entre lo visible y lo invisible, entre salud y enfermedad, entre vida y muerte. Es el vínculo que sostiene la existencia de la selva con sus antepasados, con sus muertos, y es también la conexión del ser humano con su vida, con su propio espíritu.
En la selva, la existencia está en vínculo constante con los fenómenos de la naturaleza. Las lluvias torrenciales inundan los cielos de relámpagos y algunos animales ocultan su belleza exuberante entre el denso follaje. El ensordecedor canto de los grillos, el chirriar de murciélagos y el croar de los sapos se impone al canto de las aves a medida que avanza la noche.
Pero la naturaleza no es sólo vida. La muerte es la otra cara de la moneda. Los animales buscan su alimento de acuerdo al tamaño de sus fauces depredando a otras especies incansablemente. Tormentas e inundaciones arremeten contra los árboles hasta derribarlos. La sequía empequeñece el río convirtiendo a los peces y al delfín rosado en una presa fácil. La enorme anaconda recorre los ríos con su nado silencioso hasta encontrar animales de buen tamaño para asfixiarlos en un instante.
El espíritu es el impulso vital de todos los seres, es el movimiento de la existencia. La ayahuasca trabaja desde su propio espíritu y con nuestro espíritu. Toca la esfera más profunda de nuestro ser.
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Hicimos la ceremonia un martes por la tarde con mi pareja, Rumi, curandero vegetalista.
Apenas terminé de tomar el brebaje sentí que una densidad negra inundaba el salón. Su espesor hacía difícil mi existencia en el lugar, sentía cómo me aplastaba esa negrura, mi cuerpo temblaba y sudaba. El malestar físico era casi insoportable.
El vegetalismo, llama “alivio” al vómito, porque es lo que provoca: bienestar. Tenía enormes deseos de “aliviar”, pero no lo conseguía. Sentía confusión, intensidad y malestar en mi cuerpo y en mi espíritu.
Los cantos chamánicos que hacen de puente entre el mundo espiritual y la sanación se llaman ikaros. Son el llamado de los espíritus aliados que se invocan durante la ceremonia. Rumi cantaba sus ikaros. Yo intentaba calmarme. “Tranquila” me decía a mí misma, “tranquila, respira”.
Lo único que tenía que hacer era mantener la calma y transitar lo que pasara. Sabía que la planta estaba sanando, a pesar de que me resultaba difícil sostener ese estado.
Sentí lejanos los ikaros de Rumi. Escuché que su canto se alejaba y se transformaba en una voz con tonos demoníacos. Sentía que mi cuerpo caía hacia atrás en un vacío sin final. Algo estaba pasando, me estaba alejando de mi amor, de nuestra vida juntos y de todo lo que orienta mi existencia.
Algo estaba pasando: me moría. En ese momento —cuando bordeaba la desesperación— entendí cuánto me aplastaba el tema familiar por el que pedí la ceremonia y cuánto me podía distanciar de mi propia existencia si lo dejaba habitar en mí. Sentía que tenía que hacer algo, debía dejar morir este tema.
De inmediato tomé mi pipa, la encendí y con un fuerte ímpetu me soplé mapacho en todo el cuerpo, una y otra vez. Lo hacía para salir del infierno donde me encontraba. A pesar de la oscuridad del salón y de mis ojos cerrados, veía el humo blanco del tabaco que me abrazaba a medida que me soplaba. Con él sentía que la tranquilidad se asomaba. El mapacho es un espíritu protector en la selva, y en ese momento agradecí enormemente su presencia.
La ceremonia fue una lucha entre la oscuridad de la muerte y unos tenues destellos de luz que por momentos me acercaban a la vida.
Al término estaba agotada. No lograba conectar nada en mi pensamiento, sólo sentía que había sobrevivido, que existía. Sentía que algo fuerte me había ocurrido, que había transitado por algo potente, pero aún no sabía qué.
Al ponerme de pie noté ciertas dificultades. No lograba coordinar ni levantarme. Me llené de fuerzas y me puse en pie. Me costaba caminar. Había olvidado cómo se caminaba, mi cuerpo no podía ejecutar este reflejo cotidiano. Tuve que pensar cómo se caminaba, recordar cómo hacerlo.
No me preocupaba recordar todo de cero, simplemente me asombraba. Pero tenía que volver a identificar el asombro, como si fuera la primera vez que me asombraba. Era como si hubiese vuelto a nacer, tenía que aprender todo de nuevo. Incluso tuve que aprender a recordar el tema familiar. En aquel momento sentía sólo el contorno de una figura, sin contenido, sin forma clara.
Hay un ikaro que canta esto muy claro.
—Ayahuasca chacrunita ha borrado tu memoria.



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